Agotado

libros_Rastro

Entré en la última librería que me quedaba por visitar. Había recorrido toda la ciudad en mi búsqueda desesperada. Entre tus manos tenías el libro que llevaba tanto tiempo rastreando. Allí donde fuera siempre obtenía la misma respuesta a mis preguntas sobre él: «Está agotado». Ahora que por fin había dado con el libro resulta que iba a perderlo otra vez. No me quedó más remedio que tropezar contigo y conseguir que aceptaras, a modo de disculpa, una invitación a café. Con un poco de suerte lograría que te enamorases de mí. Así tu nuevo libro terminaría siendo mío también.

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(Publicado en Taller de escritura nº 62 de Literautas – Móntame una escena: junio, 2019…)

Tal vez…

El mejor regalo que Rosario jamás había recibido en su vida era aquella hamaca que había colgado en el jardín. Un extremo lo sujetó a una higuera que había plantado allí su abuelo cuando ella nació. El otro extremo lo amarró a un frondoso peral. Los frutos que daba aquel árbol le sabían como el más rico de los néctares.

Cuando hacía buen tiempo Rosario salía al jardín con un libro bajo el brazo dispuesta a pasar un rato leyendo tumbada en la hamaca, a la sombra de los árboles. Unos días lo hacía después de comer, cuando los demás dormían la siesta; otros a media tarde, cerca de la puesta de sol. Lo único que la podía obligar a romper su ritual era la lluvia o el frío excesivo. Aquel era su reducto de felicidad y no estaba dispuesta a renunciar a él así como así.

Al igual que Rosario, el resto de habitantes de la casa había buscado su propio espacio para los momentos de felicidad que podían arañarle al tiempo. Habían logrado un cierto equilibrio en sus vidas. De hecho todo el mundo era feliz hasta que él regresaba a la casa. Ese era el punto de inflexión del día a día. La felicidad y la calma, de repente, se tornaban en silencio, prudencia y miedo.

Rosario miraba desde la ventana de su cuarto a la hamaca moverse con el viento, esperándola paciente hasta que al día siguiente volvieran a reencontrarse en el jardín. Con su ayuda y la de los libros conseguía alejarse de aquella vida que detestaba, viajar a otros mundos, convertirse en la hija perfecta que jamás lograba ser. «Algún día te transformarás en alguien muy sabio e importante», le decía su madre. «Lees tantos libros que ya verás como alcanzarás cualquier meta que te propongas».

«Quién sabe, en un futuro, puede que…», pensaba Rosario observando la noche desde su ventana. «Quizás puede que así logre que padre deja de pegarnos a mamá y a mí; puede que, tal vez, me dé cientos de besos, incluso puede que me sorprenda con algunos abrazos, unas palabras amables o unos aplausos».

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(Taller de escritura nº 55 de Literautas – Móntame una escena: Todo el mundo era feliz hasta que…)

Como un guante

La dirección que le habían dado no podía ser correcta. Elisa miraba estupefacta desde la mitad de la calle la fachada de la tienda de sombreros ante la que se encontraba. En una de sus manos sujetaba una maleta con las cosas que ella consideraba le eran indispensables para comenzar una nueva vida. En la otra agarraba con fuerza su pasaporte.

Durante unos minutos se quedó parada ante la puerta de la tienda sin saber muy bien qué hacer hasta que el trasiego de mujeres que entraban y salían de allí, la mayoría con maletas al igual que ella, le hizo decidirse a entrar. Su horizonte cotidiano no podía empeorar mucho más de como ya estaba; así que, por qué no intentarlo.

Al entrar en la tienda vio que era mucho más grande de lo que parecía desde fuera. Sombreros de todos los tipos, tamaños y colores estaban expuestos en diversas baldas de madera en hileras que ocupaban las paredes del local de arriba a abajo. El espectáculo era apabullante para los sentidos: la vista disfrutaba de los colores; el olfato de los aromas que volaban por la tienda; el tacto palpaba distintos fieltros, sedas…

En estas ensoñaciones estaba Elisa cuando se le acercó una de las dependientas de la tienda para preguntarle qué tipo de sombrero deseaba comprar. Entonces miró hacia el laberinto de pasillos y gorros que tenía ante ella y sintió miedo.

—Pues la verdad es que no tengo ni idea —respondió Elisa.
—¿Pero usted ha venido aquí para comprar un sombrero, no es así? —volvió a preguntar la dependienta.
—Lo cierto es que yo había venido para escapar de mi vida. Me habían dicho que aquí me ayudarían a comenzar de nuevo.
—No se preocupe —dijo la dependienta—; ha venido al lugar adecuado. De una vuelta por la tienda, elija el sombrero que más le guste y después le cuento qué es lo que tiene que hacer a continuación.

La dependienta dejó de nuevo sola a Elisa. La perspectiva de tener que escoger un sombrero entre los cientos que había en aquella tienda le resultaba por completo abrumadora. Cerró los ojos como buscando una respuesta en su interior sobre qué hacer. Dio tres vueltas sobre sí misma con los ojos todavía cerrados, sujetando con fuerza su maleta en una mano y su pasaporte en la otra. Cuando volvió a abrir los ojos tenía ante ella una boina negra muy similar a la que llevó su abuelo toda la vida. Aquello la inundó de una paz que hacía tiempo que no sentía. Sin duda, aquella boina era el sombrero elegido. Sin pensárselo dos veces se la puso sobre su cabeza. Hermosos y felices recuerdos de su infancia regresaron a su mente al instante; imágenes de su pueblo llegaron a ella haciéndola sonreír.

—Veo que ya ha elegido su sombrero —dijo la dependienta al verla tan feliz con la boina sobre la cabeza.
—Sí, creo que sí —dijo Elisa
—Le queda como un guante. Se la ve muy bien con él puesto.
—Gracias —respondió Elisa.
—Espero que le haya sido de ayuda para saber qué es lo que quiere hacer ahora con su vida —añadió la dependienta.
—Sí, ya tengo claro que voy a hacer.

Elisa abonó a la dependienta el precio de la boina y salió de la tienda con ella puesta sobre la cabeza. Se sentía protegida, con fuerzas para empezar a tomar sus propias decisiones. Se paró en medio de la acera. Miró a su derecha e izquierda. A poca distancia de allí estaba la estación de ferrocarril de la que salían todos los trenes que iban hacia su pueblo. Sería un paseo agradable antes de abandonar a su marido y su desgraciada vida en la gran ciudad.

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(Taller de escritura nº 53 de Literautas – Móntame una escena: pasaporte, horizonte y laberinto)

La poeta

—De mayor quiero ser poeta —respondió la niña a la pregunta que acababa de hacerle su abuela materna.
—¡Poeta! ¡Pero qué ocurrencias tienes!
—Sí, yaya, quiero ser poeta.
—¿Y eso de dónde lo has sacado? —volvió a preguntar la abuela—. Además, ¿tú sabes qué es lo que hace una poeta?
—Una poeta hace poesía —dijo la niña toda llena de razón.
—Muy bien, ¿y tú sabes hacer poesía?
—No, pero puedo aprender.
—Para eso tendrás que estudiar mucho en la escuela —señaló la abuela.

La niña se quedó mirando a su abuela con una sonrisa condescendiente como perdonándole el que no estuviera entendiendo nada.

—No, yaya, no tengo que estudiar mucho.
—Yo creo que sí.
—No, que va… sólo tengo que ser como mamá.
—¿Cómo mamá? —preguntó extreñada la abuela.
—Sí, como mamá. Papá le dice a mamá que derrama poesía cada vez que habla, cada vez que se mueve, con cada cosa que hace.

La abuela no pudo evitar sonreír al ver la cara de felicidad con que la niña hablaba de su madre.

—No sé que es eso de derramar que dice papá —continuó apuntando la niña—, pero mamá hace poesía y yo quiero ser como mamá, una poeta.

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(Taller de escritura nº 51 de Literautas: Móntame una escena: el armario y la idea)

Turno de noche

La rodilla derecha estaba por completo descarnada. El brazo izquierdo presentaba un corte profundo con la carne desgarrada. Los dedos de las manos parecían que estuvieran todos rotos. En los años que llevaba en el servicio de urgencias Ismael había visto casi de todo pero jamás una carnicería como aquella. Sabía que la víctima no estaba muerta porque sino no le habrían llamado a él. En su lugar estarían los del Anatómico Forense haciendo su trabajo. Por más que pensaba, no tenía ni idea de cómo la mujer que estaba allí tirada inconsciente sobre un charco de sangre podía estar todavía viva.

La única parte del cuerpo de la mujer que permanecía intacta era su cara, un rostro delicado de piel muy blanca, con una boca pequeña de labios finos y unos ojos también pequeños y rasgados. Pese a lo dantesco del escenario, a Ismael le pareció una mujer muy bella. Con disimulo sacó su móvil del bolsillo del pantalón y enfocando hacia la cara le sacó una foto antes de que nadie pudiera darse cuenta de lo que estaba haciendo.

No fue hasta horas más tarde, después de acabar su turno de trabajo, cuando se permitió el lujo de volver a sacar su móvil del bolsillo para observar la imagen robada. En verdad era muy hermosa. Para entonces ya sabía que la mujer era natural de Japón, de nombre Akane y que se dedicaba al modelaje de prendas de alta costura para una firma francesa con una sucursal en la ciudad. Lo que Ismael no había podido sonsacar a los policías era qué había ocurrido para que una mujer como aquella pudiera acabar de semejante manera.

Al día siguiente Ismael volvía a tener turno de noche pero antes de irse a dormir quería dejar el tema de Akane zanjado. Había buscado el significado de ese nombre en internet: “rojo brillante”. Al leerlo Ismael había recordado la escena que se había encontrado al llegar al piso. Todo era rojo brillante. La sangre estaba esparcida por el suelo formando un pequeño lago rojo sobre el que estaba el cuerpo casi sin vida de Akane.

Al llegar a la tienda de revelado de fotos Ismael sacó su móvil del bolsillo, se lo entregó a la dependienta pidiéndole que le revelara la foto de Akane. Mientras tanto buscó entre los estantes de la tienda un marco que le resultara adecuado para enmarcar el retrato de la mujer. Encontró uno de aspecto frágil, como si fuera de porcelana, en tonos azules, como los ojos de Akane. Era el marco perfecto.

Con todo resuelto Ismael sintió que ya podía regresar a su casa a dormir. Estaba muy cansado. La noche había sido agotadora. Ocuparse de los comas etílicos de cuatro borrachos nocturnos o de las heridas por arma blanca producidas en alguna pelea callejera eran cosas a las que ya estaba acostumbrado. Pero ver escenas como las de Akane era algo a lo que jamás se terminaría de acostumbrar.

Cerró tras de sí la puerta de su casa. Por fin estaba en la seguridad y la tranquilidad de su hogar. Necesitaba una ducha antes de acostarse. Se sentía sucio después de todo lo vivido esa noche. Antes de meterse en la cama regresó a la entrada de la casa. Allí había dejado la bolsa que contenía la foto enmarcada de Akane. La sacó de la bolsa, miró el rostro de la mujer que estaba como dormida y se la llevó a su cuarto. Abrió las puertas del armario empotrado, deslizó la ropa que había colgada hacia uno de los lados y empujó el fondo del armario. Se abrió entonces un hueco por el que entraba una persona sin problemas y que daba a una habitación secreta.

Ismael entró en el pequeño cuarto, se situó en el centro y girando sobre sí mismo comenzó a observar las fotos que tenía colgadas por las paredes buscando un espacio en el que colocar el nuevo marco que tenía entre sus manos. Allí estaban todas las otras mujeres que tampoco quisieron saber nada del amor que les ofrecía. Al final Akane tampoco quiso saber nada de él. Pero ahora su rostro angelical dormía para siempre sobre la pared de su cuarto secreto entre sus fotos del turno de noche.

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(Taller de escritura nº 48 de Literautas: Móntame una escena: el armario y la idea)

Mar de sensaciones

Era más que un simple robot. Había llegado a convertirse en el alma máter de la casa. De su maestría y dotes de organización dependía que aquel hogar funcionara cada día. Desde la muerte de Julia, el que parecía un auténtico autómata era Adrián. Actuaba por inercia, siguiendo las instrucciones que Robert le daba.

Robert había llegado a aquella casa por el décimo aniversario de boda de Julia y Adrián. Él lo había traído para que realizara las tareas de la casa y poder así tener más tiempo libre para disfrutarlo juntos. Era un androide K2356. Su aspecto y funciones se correspondían con las de un mayordomo. Pero a Julia no le gustaba llamarlo por su nombre técnico, así que decidió rebautizarlo como Robert.

Al androide no le gustaba nada ver a Adrián cada día más decaído y triste pero su programación no estaba preparada para contrarrestar esos sentimientos. Sus funciones eran más operativas. Podía limpiar y ordenar toda la casa, lavar y planchar la ropa, incluso podía hacer comidas ricas y nutritivas; sin embargo sus capacidades a la hora de relacionarse con los humanos eran muy limitadas.

Una mañana en la que Robert ya había comenzado con sus tareas diarias llegó a la habitación de Adrián con la intención de hacer la cama, pero se encontró con que éste todavía no se había levantado. Seguía allí, durmiendo abrazado a un portafotos que contenía un retrato de Julia de hacía unos años en el que estaba muy hermosa. Entonces a Robert se le encendió el circuito de las ideas. Ya sabía cómo tenía que actuar. Ahora solo le quedaba hallar la manera más efectiva para implementar sus planes de modo que fueran todo un éxito.

La rutina de la vida continuó con una única diferencia. Robert había añadido a sus labores cotidianas una muy particular. Se pasaba el día recorriendo la casa así que no le fue difícil comenzar a recopilar todo lo que se fuera encontrando de Julia. Comenzó por grabar en su memoria las fotos que había de ella por todos lados; después copió los vídeos en los que Julia salía; por último, revisó el ordenador y el teléfono móvil de Adrián sin decirle nada y extrajo de ellos todo lo que tenía que ver con la mujer. Una vez que tenía toda aquella información recopilada la ordenó por fechas, por eventos y por momentos vividos por la pareja. Ahora Robert se sentía preparado para contrarrestar la tristeza de Adrián.

Una tarde en la que Adrián estaba sentado frente a la pantalla del televisor apagado, llorando en silencio, abatido por completo, Robert puso en funcionamiento su plan. Buscó dentro de su memoria un vídeo que sabía que era el favorito de Adrián cuando Julia vivía. En el vídeo salía ella paseando por la playa mientras el sol se ocultaba en el horizonte. Al oír el sonido de las olas del mar Adrián salió del ensimismamiento en el que estaba, levantó la cabeza y buscó con la mirada el lugar del que provenía el sonido. Parecía que venía del estudio de pintura de Julia. Al llegar pudo ver la imagen en movimiento de su esposa reflejada sobre un lienzo en blanco que ella había dejado instalado en el caballete para su próximo cuadro. Del otro lado de la habitación estaba un hierático Robert proyectando el vídeo desde sus ojos.

Adrián sonrió por primera vez en mucho tiempo. Era como si Julia nunca se hubiera ido. Allí estaba otra vez: serena, mojando sus pies en el mar; sonriendo al descubrir que Adrián la estaba grabando.

—¿Te ha gustado el vídeo? —preguntó Robert al acabar la proyección.

—Mucho —contestó Adrián—. Ha sido una agradable sorpresa. ¿Puedes poner otro?

Robert rebuscó con rapidez entre los vídeos que tenía en su memoria. La boda de Julia y Adrián comenzó a visualizarse sobre el lienzo en blanco. Adrián cogió el taburete que Julia usaba cuando sus sesiones de pintura se alargaban y se acomodó en él. La sonrisa que Robert observó en la cara de Adrián fue la confirmación de que su plan estaba funcionando. Él no podía sentir la felicidad que los humanos sentían pero lo que sí que sabía era que ese sentimiento les gustaba mucho, que para ellos era un mar de sensaciones.

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(Taller de escritura nº 47 de Literautas: Móntame una escena: el robot)

 

Noche de estreno

Se abre el telón. La noche comienza con la expectación flotando en el aire. El ajetreo de última hora entre bambalinas queda paralizado y en silencio. Salgo a escena. Observo a la gente. Intento revisar cada rostro con la esperanza de encontrarla entre el público. Pero los focos me deslumbran y no puedo hacerlo.

Comienzo a sonreír. Veo al resto de actores mirándose los unos a los otros asombrados sin entender muy bien qué me sucede. Continúo sonriendo. Sin poder evitarlo mudo la tristeza de mi personaje en felicidad arruinando así toda la función. Siento que ella está cerca; quizás esté en las primera filas aunque no pueda verla. Percibo su perfume desde el escenario. Lo demás poco me importa ya.

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(Taller de escritura nº 45 de Literautas: Móntame una escena: el microrrelato)

¡Qué bueno!

¡Qué bueno que me han publicado un relato!

Una noticia como esta es para estar agradecida e ilusionada. Agradecida a los compañeros de Literautas que han hecho posible que se haga realidad el sueño de ver publicado uno de mis relatos junto con el de todos los escritores que formamos parte de esta recopilación de relatos, e ilusionada por seguir escribiendo y creando historias que lleven la magia a la mente y al corazón de alguno de mis lectores.

libro-tablet-grande-taller-de-escritura-montame-una-escena-4El libro lo puedes descargar de forma gratuita en formato PDF, EPUB o MOBI. También lo puedes comprar en formato papel. En este caso los beneficios que se obtengan de la venta del libro se donarán de forma integral a la ONG Educación Sin Fronteras.

Mi relato «El lápiz mágico» está en la página 86. Espero que te guste.

 

Una sensación indescriptible

Emilia ya no tenía manera de solucionarlo. Con la respiración cada vez más agitada y los ojos cerrados por completo esperó unos segundos a que todo se pusiera en marcha. Se le hicieron eternos esos segundos. Al sentir el primer movimiento todo su cuerpo se puso en tensión. Con ambas manos apretó con fuerza el brazo de Adrián.

—Tranquila, Emilia, en unos minutos todo habrá acabado —le dijo Adrián—. Abre los ojos, verás como no es para tanto.

Emilia le hizo caso y abrió los ojos. Se percató de que el movimiento era ahora un suave deslizamiento. Sin embargo no le gustó nada que hubiera tanta gente en aquel espacio.

La angustia volvía a apoderarse de ella. Intentó tranquilizarse revolviendo en su bolso hasta que encontró el pequeño diccionario que se había traído consigo en aquel viaje a Francia. Así podría buscar las palabras que no entendiera en las instrucciones que había pegadas en la pared. Los idiomas nunca habían sido su fuerte, y el francés, en particular, se le resistía mucho más que cualquier otro idioma.

—¿Qué haces, Emilia? ¿Qué buscas en el diccionario? —le preguntó Adrián.

—Lo que pone ahí que no lo entiendo —contestó Emilia.

—Qué más te da lo que ponga ahí si enseguida llegamos.

—Ya, y si se para todo, ¿tú sabes qué tendríamos que hacer?

Meterla allí a la fuerza, al empujón, había sido la mayor traición que jamás había cometido contra ella. Aunque sabía que Emilia después se la perdonaría. Nunca había podido estar mucho tiempo enfadada con él. No sería distinto en aquella ocasión.

Adrián estaba deseando llegar al final del trayecto para ver la cara de entusiasmo de Emilia cuando descubriera la sorpresa que les estaba esperando. Ella era una enamorada de aquella ciudad y de ninguna de las maneras él iba a permitir que se perdiera las más hermosas vistas por culpa de su claustrofobia.

Un parón en seco del movimiento hizo que Emilia volviera a cerrar los ojos y a sujetarse con fuerza del brazo de Adrián.

—No seas tonta, mujer, que ya hemos llegado —le dijo Adrián—. Ya verás como te gusta lo que vas a ver.

—¡Más te vale!, después del mal rato que me estás haciendo pasar… —le amenazó Emilia.

Sin soltar a Adrián del brazo, Emilia dio unos pasos para salir de la caja del ascensor. Una luz deslumbrante la dejó sin visión por unos instantes. Sólo veía sombras. Su respiración se fue tranquilizando al sentirse pisando de nuevo un suelo firme sin movimientos. Levantó la vista y no pudo por menos que sonreír.

Había que reconocer que Adrián tenía razón cuando le dijo que merecía la pena subir a lo alto de la Torre Eiffel. Tener todo París a sus pies era una sensación indescriptible. Era algo que había que hacer y sentir por lo menos una vez en la vida.

(Taller de escritura nº 33 de Literautas: Móntame una escena: en el ascensor.)