Una sensación indescriptible

Emilia ya no tenía manera de solucionarlo. Con la respiración cada vez más agitada y los ojos cerrados por completo esperó unos segundos a que todo se pusiera en marcha. Se le hicieron eternos esos segundos. Al sentir el primer movimiento todo su cuerpo se puso en tensión. Con ambas manos apretó con fuerza el brazo de Adrián.

—Tranquila, Emilia, en unos minutos todo habrá acabado —le dijo Adrián—. Abre los ojos, verás como no es para tanto.

Emilia le hizo caso y abrió los ojos. Se percató de que el movimiento era ahora un suave deslizamiento. Sin embargo no le gustó nada que hubiera tanta gente en aquel espacio.

La angustia volvía a apoderarse de ella. Intentó tranquilizarse revolviendo en su bolso hasta que encontró el pequeño diccionario que se había traído consigo en aquel viaje a Francia. Así podría buscar las palabras que no entendiera en las instrucciones que había pegadas en la pared. Los idiomas nunca habían sido su fuerte, y el francés, en particular, se le resistía mucho más que cualquier otro idioma.

—¿Qué haces, Emilia? ¿Qué buscas en el diccionario? —le preguntó Adrián.

—Lo que pone ahí que no lo entiendo —contestó Emilia.

—Qué más te da lo que ponga ahí si enseguida llegamos.

—Ya, y si se para todo, ¿tú sabes qué tendríamos que hacer?

Meterla allí a la fuerza, al empujón, había sido la mayor traición que jamás había cometido contra ella. Aunque sabía que Emilia después se la perdonaría. Nunca había podido estar mucho tiempo enfadada con él. No sería distinto en aquella ocasión.

Adrián estaba deseando llegar al final del trayecto para ver la cara de entusiasmo de Emilia cuando descubriera la sorpresa que les estaba esperando. Ella era una enamorada de aquella ciudad y de ninguna de las maneras él iba a permitir que se perdiera las más hermosas vistas por culpa de su claustrofobia.

Un parón en seco del movimiento hizo que Emilia volviera a cerrar los ojos y a sujetarse con fuerza del brazo de Adrián.

—No seas tonta, mujer, que ya hemos llegado —le dijo Adrián—. Ya verás como te gusta lo que vas a ver.

—¡Más te vale!, después del mal rato que me estás haciendo pasar… —le amenazó Emilia.

Sin soltar a Adrián del brazo, Emilia dio unos pasos para salir de la caja del ascensor. Una luz deslumbrante la dejó sin visión por unos instantes. Sólo veía sombras. Su respiración se fue tranquilizando al sentirse pisando de nuevo un suelo firme sin movimientos. Levantó la vista y no pudo por menos que sonreír.

Había que reconocer que Adrián tenía razón cuando le dijo que merecía la pena subir a lo alto de la Torre Eiffel. Tener todo París a sus pies era una sensación indescriptible. Era algo que había que hacer y sentir por lo menos una vez en la vida.

(Taller de escritura nº 33 de Literautas: Móntame una escena: en el ascensor.)

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