Era más que un simple robot. Había llegado a convertirse en el alma máter de la casa. De su maestría y dotes de organización dependía que aquel hogar funcionara cada día. Desde la muerte de Julia, el que parecía un auténtico autómata era Adrián. Actuaba por inercia, siguiendo las instrucciones que Robert le daba.
Robert había llegado a aquella casa por el décimo aniversario de boda de Julia y Adrián. Él lo había traído para que realizara las tareas de la casa y poder así tener más tiempo libre para disfrutarlo juntos. Era un androide K2356. Su aspecto y funciones se correspondían con las de un mayordomo. Pero a Julia no le gustaba llamarlo por su nombre técnico, así que decidió rebautizarlo como Robert.
Al androide no le gustaba nada ver a Adrián cada día más decaído y triste pero su programación no estaba preparada para contrarrestar esos sentimientos. Sus funciones eran más operativas. Podía limpiar y ordenar toda la casa, lavar y planchar la ropa, incluso podía hacer comidas ricas y nutritivas; sin embargo sus capacidades a la hora de relacionarse con los humanos eran muy limitadas.
Una mañana en la que Robert ya había comenzado con sus tareas diarias llegó a la habitación de Adrián con la intención de hacer la cama, pero se encontró con que éste todavía no se había levantado. Seguía allí, durmiendo abrazado a un portafotos que contenía un retrato de Julia de hacía unos años en el que estaba muy hermosa. Entonces a Robert se le encendió el circuito de las ideas. Ya sabía cómo tenía que actuar. Ahora solo le quedaba hallar la manera más efectiva para implementar sus planes de modo que fueran todo un éxito.
La rutina de la vida continuó con una única diferencia. Robert había añadido a sus labores cotidianas una muy particular. Se pasaba el día recorriendo la casa así que no le fue difícil comenzar a recopilar todo lo que se fuera encontrando de Julia. Comenzó por grabar en su memoria las fotos que había de ella por todos lados; después copió los vídeos en los que Julia salía; por último, revisó el ordenador y el teléfono móvil de Adrián sin decirle nada y extrajo de ellos todo lo que tenía que ver con la mujer. Una vez que tenía toda aquella información recopilada la ordenó por fechas, por eventos y por momentos vividos por la pareja. Ahora Robert se sentía preparado para contrarrestar la tristeza de Adrián.
Una tarde en la que Adrián estaba sentado frente a la pantalla del televisor apagado, llorando en silencio, abatido por completo, Robert puso en funcionamiento su plan. Buscó dentro de su memoria un vídeo que sabía que era el favorito de Adrián cuando Julia vivía. En el vídeo salía ella paseando por la playa mientras el sol se ocultaba en el horizonte. Al oír el sonido de las olas del mar Adrián salió del ensimismamiento en el que estaba, levantó la cabeza y buscó con la mirada el lugar del que provenía el sonido. Parecía que venía del estudio de pintura de Julia. Al llegar pudo ver la imagen en movimiento de su esposa reflejada sobre un lienzo en blanco que ella había dejado instalado en el caballete para su próximo cuadro. Del otro lado de la habitación estaba un hierático Robert proyectando el vídeo desde sus ojos.
Adrián sonrió por primera vez en mucho tiempo. Era como si Julia nunca se hubiera ido. Allí estaba otra vez: serena, mojando sus pies en el mar; sonriendo al descubrir que Adrián la estaba grabando.
—¿Te ha gustado el vídeo? —preguntó Robert al acabar la proyección.
—Mucho —contestó Adrián—. Ha sido una agradable sorpresa. ¿Puedes poner otro?
Robert rebuscó con rapidez entre los vídeos que tenía en su memoria. La boda de Julia y Adrián comenzó a visualizarse sobre el lienzo en blanco. Adrián cogió el taburete que Julia usaba cuando sus sesiones de pintura se alargaban y se acomodó en él. La sonrisa que Robert observó en la cara de Adrián fue la confirmación de que su plan estaba funcionando. Él no podía sentir la felicidad que los humanos sentían pero lo que sí que sabía era que ese sentimiento les gustaba mucho, que para ellos era un mar de sensaciones.
-.-
(Taller de escritura nº 47 de Literautas: Móntame una escena: el robot)
Cuántas emociones juntas. Ese robot siente más que muchos humanos! Muy bonito y triste a la vez, Lola. Un beso 🙂
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Un amor que la muerte se lleva es un amor inconcluso con el que es difícil acostumbrarse a vivir. Pero todo sería más sencillo si tuviéramos cerca un robot que nos ayudara.
Gracias por tu visita, Lidia.
Un beso.
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Muy cierto, la muerte nos deja incompletos cuando se lleva al amor de nuestra vida.
Abrazo de luz
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Gracias por tu comentario, Silvia.
Nadie está preparado cuando la muerte se acerca a nosotros.
Un abrazo de luz para ti también.
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¡Uaaaaala!, qué bien traída la palabra temática al relato. O al revés, mejor. Qué original.
La única pega que le pondría, y esta sería debida más a un «reto» personal que a un defecto serio, es el empleo de los pronombres demostrativos en determinadas situaciones de… ¿ahorro de palabras? No sé muy bien cómo expresarlo, pero en esas situaciones pueden ser sustituidos por expresiones más naturales. Es que me parece que abusamos de ellos para «comernos» palabras y ajustar la longitud del relato.
¿Qué piensas tú?
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No te digo que no, Francisco. Muchas veces cuando escribimos algo para un concurso o para un taller de escritura (como es el caso) en el que nos exigen un número determinado de palabras u otras normas nos autolimitamos tanto que no dejamos fluir con naturalidad toda nuestra creatividad.
Creo que tienes razón en el comentario que me haces de los pronombres demostrativos; he abusado un poco de ellos. Te tendré en cuenta cuando reescriba este relato.
Gracias por tus buenos consejos. Siempre tienes una crítica constructiva para regalarme cosa que se agradece mucho.
Me alegra que te haya gustado la perspectiva que le di al relato y que lo veas original.
Te mando un beso, compañero de letras.
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Este robot inspira ternura ¡qué curiosa sensación! y alivia en cierto modo la tristeza que se palpa en este gran relato.
¡Enhorabuena, me ha encantado leerte!
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Yo también llegué a cogerle cariño a este robot según escribía.
Gracias por tus amables palabras.
Un beso, Úrsula
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