Nada es lo que parece

Las campanas de la iglesia han dado las seis de la tarde. La soledad de la habitación me lleva a pensar en ti. El sol que entra por la ventana me quema la piel del brazo derecho, y así y todo no lo quito del sol. Desde aquí puedo ver el ambiente que hay en la plazuela. Los niños corretean entre los árboles. Las madres charlan y esperan en los bancos que hay debajo de los mismos. La fuente del centro de la plaza da algo de frescor al conjunto empedrado de edificios y suelos. Y yo sigo pensando en ti.

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Con mi mano izquierda sostengo el vaso de ginebra que me estoy bebiendo. Le he puesto mucho hielo, sino no soy capaz de bebérmelo. El alcohol me quema en la garganta. Sólo así, rebajado con agua, soy capaz de tomármelo. Llaman a la puerta y pienso en ti.

Pero no puedes ser tú; no voy a abrir. Si fueras tú ya habrías abierto con tu llave y habrías entrado en casa. Insisten llamando a la puerta. No se darán cuenta de que no hay nadie. Yo sin ti, en esta casa, no soy nadie. Dejo el vaso sucio en el suelo. Ya lo recogeré después.

Ahora suena el teléfono; que dejen el recado en el contestador. Luego lo oiré. Estoy intentando dejar la mente en blanco para sólo pensar en ti, pero está visto que no me dejan. Ni que les molestase a los demás que tú y yo nos quisiéramos.

Dirijo mi mirada a la plazuela. Poso mis ojos sobre la gente que hay en ella. Prácticamente la misma que hace un rato. Sólo dos o tres personas se fueron; una o dos llegaron. Ahora veo que estás sentada en uno de los bancos; el que da casi enfrente al portal de nuestra casa.

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—¡Laura! ¡Laura! —te grito.

Miras hacia un lado y hacia otro, buscando la voz que te llama, pero no se te ocurre mirar a nuestra ventana.

—¡Laura, sube! —te vuelvo a gritar.

Ahora sí me has visto. Te levantas del banco. Coges las bolsas con la compra que tenías en el suelo y diriges tus pasos hacia el portal. Llamas al timbre y voy a abrirte la puerta.

—¿Se puede saber que hacías sentada en ese banco, sola? —te pregunto.

—Estaba esperando a que llegaras para que me abrieras la puerta. Cuando salí a hacer la compra se me olvidaron las llaves. Llamé a la puerta antes; supongo que no habías llegado todavía del trabajo. Incluso te llamé por teléfono, pero no debías de estar porque no me contestaste —se justifica Laura.

—Tú siempre tan inútil. Es que no voy hacer nunca carrera de ti. Anda, pasa para la cocina a prepararme la cena que tengo hambre.

Al ver que no te mueves de enfrente de mí, tengo que pegarte el primer bofetón de la tarde. Tú no dices nada; tampoco sueltas la más mínima lágrima. Bajas la cabeza y  te encaminas hacia la cocina.

—Toda la tarde pensando en ti, y ahora te haces la remolona para prepararme la cena. Sólo sabes andar a base de golpes… ¡Con lo que nos queremos…! —te digo mientras te sigo de cerca por el pasillo de nuestra casa.

Somos millones

No somos solo de un tipo sino de muchos. Somos tantos como personas hay en el mundo y al mismo somos únicos. A veces somos maternales, otras fraternales, incluso somos amistosos o amorosos. Podemos darte la más calurosa de las bienvenidas o la más esperanzadora de las despedidas. Y siempre somos personales e intransferibles.

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Sin nosotros no puedes vivir. Nos necesitas como el aire que respiras para ser feliz porque cuando nos vamos la tristeza y la soledad se instalan a tu lado y no te abandonan hasta que nos ven aparecer de nuevo por la puerta de tu casa.

Somos los besos que das y los que recibes que venimos para desearte un feliz Día Internacional del Beso. Felicidades.