Trabajo en equipo

Recuerdo que estábamos toda la pandilla, al alba, sentados sobre el malecón mirando con atención como los barcos regresaban a puerto después de una noche faenando. Tras amarrar las naves, los tripulantes descargaban, con la ayuda de las grúas, las pesadas cajas blancas con la pesca de la jornada. Yo, al igual que mis compañeros, me moría de ganas de que terminaran su trabajo para poder acercarme. Ninguno de nosotros hablaba. Cual estatuas observábamos rígidos las cajas con los peces. Nadie quería perderlas de vista ni por un segundo. El último en llegar aquella madrugada fue el barco del capitán Iriarte. Al verlo, Bruno levantó la cabeza olisqueando, mirando hacia el puente de mando en su busca.

Sé que la vida de Bruno, según él mismo me contó hace un par de años, no fue muy fácil desde que siendo muy pequeño lo echaron de su casa al llegar el cachorro humano. Todavía añoraba el olor a pescado que se esparcía por aquel hogar cuando el capitán Iriarte regresaba cada mañana desde la lonja. Bruno aspiraba aquella fragancia al sentarse en su regazo con la cabeza apoyada en su pecho mientras él tomaba el primer café del día. Le parecía la mejor de las esencias, el mejor de los lugares.

La primera vez que el capitán lo dejó en una cuneta de la carretera camino del puerto, Bruno no se lo podía creer. Se quedó mirando hacía él, atónito, inmóvil mientras veía como se alejaba dejándolo sentado allí solo. Lo intentó varias veces más abandonándolo cada vez en un sitio distinto, un poco más lejos, para que no fuera capaz de volver de nuevo, pero siempre conseguía regresar hasta que desistió cansado de tanto menosprecio.

Sobrevivir en la calle hubiera sido una misión imposible para Bruno de no ser por la suerte que tuvo de que Nico, nuestro antiguo jefe, lo encontrase una noche en la que dormía al fondo de un callejón sin salida sobre un cartón húmedo. Le dio tanta pena verlo en aquella situación tan deplorable que lo adoptó como si de un hijo se tratara. Lo protegió, lo llevó a la guarida donde muchos de nosotros hemos nacido y vivido desde siempre, le enseñó todo cuanto sabe. Poco a poco le fue preparando para que trabajara por el bien común. Con el tiempo se había ido convirtiendo en nuestro cabecilla y yo en su lugarteniente. Ahora todos hacemos lo que él nos manda, cuando y como él ordena, sin discutir jamás. Somos como una máquina bien engrasada que funciona con un simple empujón.

Imagen de shimanori en Pixabay

Desde donde estábamos podíamos ver relucir el brillante pescado que había sobre el muelle, pero mientras Bruno no se movió tampoco nadie se atrevió a hacerlo hasta que comenzó a menear sus bigotes. Esa era la señal de que faltaba muy poco para que entráramos en acción y así se lo hice saber al resto del grupo levantando mi cabeza. Un sonido gutural de Bruno nos puso a todos en tensión, dispuestos para el ataque.

Nos bajamos del muro y, colocados en fila india, con pasos sigilosos, seguimos a Bruno hacia el otro lado del puerto. Escondidos detrás de una furgoneta nos llegaba el conocido olor a pescado de una forma cada vez más intensa. Las últimas cajas todavía estaban esperando, alineadas y apiladas, para ser metidas en la lonja. El capitán Iriarte también estaba allí, vigilando que sus hombres llevaran todas las capturas dentro de la nave. Entonces Bruno lanzó un maullido agudo como si alguien le hubiera pisado el rabo. Ese era el momento de saltar al unísono sobre la pesca fresca que estaba ante nosotros, de intentar robar algo para el desayuno.

En cuestión de segundos, aparecimos de la nada. El capitán y algunos de sus marineros comenzaron a dar manotazos y patadas buscando evitar nuestro ataque, pero todo resultó inútil. Entonces me di cuenta. Ya nos estábamos escapando de la escena del crimen llevando cada uno un pez entre las fauces cuando giré la cabeza al no ver a Bruno entre nosotros. Me paré en seco dejando caer mi botín en el suelo. Seguía a los pies de un capitán Iriarte enojado, alterado por el saqueo que acababa de sufrir por una pandilla de gatos callejeros. Al verlo, el capitán intentó pegarle una patada con la que resarcir la rabia que sentía. Bruno saltó hacia atrás esquivándola y, como si un resorte mecánico accionara sus piernas, volvió a saltar, pero esta vez hacia adelante haciendo perder el equilibrio al sorprendido hombre tirándolo al suelo. Sin darle tiempo para que se recuperara del golpe, brincó sobre su cara. Las afiladas garras del felino arañaron el rostro del capitán una y otra vez hasta provocarle numerosas y sangrantes heridas. Bruno se dio la media vuelta y meneando el rabo de felicidad se acercó a mí con la cabeza bien alta. Esa mañana tuve que compartir mi desayuno con él, pero no me importó.

-.-

Relato publicado en Scribook

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